Después de pensarlo un poco, papi se fue de retiro a Agua Viva. Dijo que para hacer oración y escuchar a Dios con más calma, sobre todo, acerca de los planes que estamos haciendo como familia. Pensamos que también para descansar un poco de nosotros.
La casa de retiros de Agua Viva está en Amecameca, en el Estado de México. Parece un lugar muy bonito; a ver si luego nos lleva.
Aquí está su relato (beware, it's real long!):
Después de andar preguntando por aquí y por allá, frente al aeropuerto de la ciudad de México tomé un taxi que me dejó en la Avenida Zaragoza. Preguntando un poco más, abordé un camión de no muy buena apariencia que según me dijo el boletero pasaba por Amecameca.
Buena parte del trayecto para la salida de la ciudad fue un interminable desfile de tiendas populares, puestos de comida, vendedores ambulantes, mucha gente en la calle y vehículos semiembotellados. En ratos el autobús se detenía: para checar tiempo, para que el boletero le comprara al chofer unos Marlboro y una coca, por los embotellamientos; no lo sé, sólo me desespero un poco.
Por fin la carretera se dividió entre la autopista a Puebla y la carretera que llevaba a Amecameca. Noté que por el acotamiento de la carretera venían muchas personas caminando; viendo con más cuidado, observé que algunas de ellas cargaban cuadros a sus espaldas (de la Virgen de Guadalupe, después me enteré), pequeños, medianos y algunos bastante grandes, como si fuera el Pípila) Caí en cuenta de que se trataba de una peregrinación. Tal vez van a algún santuario cercano, pensé. Lo que creía que eran algunas decenas, resultaron cien, doscientas personas, y seguían: hombres, mujeres, personas mayores, jóvenes. Hay cosas que no me agradan mucho de la religiosidad popular, pero el ver a todas estas personas me conmovía y me hacía reflexionar en mi propia fe. Ya en el convento de Agua Viva una de las cocineras me explicaba que mucha gente de lugares cercanos (o tan lejanos como Oaxaca) iban de peregrinación caminando hasta la Basílica de Guadalupe (yo estuve en el convento del 10 al 12 de diciembre) para llegar ahí el mero día 12 (los hijos de la cocinera salían al día siguiente en bicicleta). Según escuché después, ese día 12 llegaron cinco millones de peregrinos a la Basílica (suena increíble, ¿no?). En Amecameca las fiestas de la guadalupana habían empezado desde el 1 de diciembre, y día y noche se escuchaban desde el convento (que está en las afueras del pueblo) los cohetes de las celebraciones que organizaban diariamente los feligreses.
En una de las paradas del autobús, frente a un enorme junker atestado de autos cubiertos de polvo (a echarle aire a una llanta que andaba mal, según me pareció oir que comentaba un pasajero), vi sentados en la banqueta a tres o cuatro adolescentes; de repente se pusieron lentamente de pie a seguir su camino (reconocí que eran de los peregrinos), pero me llamó la atención la expresión que tenían todos: cansados, ¿resignados?, pero indudablemente que programados para llegar a su destino. ¿Por qué van estos muchachos, cómo será su fe?, me preguntaba.
Estamos en Adviento. Y por algo Dios me trae a buscarlo en esta peregrinación personal justo en este tiempo “con las señales que la acompañan”. “Señor, cuando te manifestaste al mundo, a quienes invitaste a que te adoraran fue a la gente sencilla del campo… como ésta. Ayúdame a no ser tan cuestionador, a no darle tantas vueltas a las cosas, a acudir ante ti con la sencillez de estas personas”. (Sight) Si me resultara así de fácil como lo digo…
Pasamos por Chalco y el paisaje se empezó a relajar. En ratos se veía el campo abierto y algo de montañas en el horizonte. Un letrero en el camino me llama la atención: “Parque de los Venados Acariciables”. El nombrecito me hace sonreir. Al poco aparecieron los letreros de los restaurantes de conejo que yo recordaba de por estos lugares: conejo a la leña, conejo al pastor, y no sé qué más platillos. Ya estamos llegando, pensé. Vi que nos acercábamos a un pueblo. Ojalá que sea Amecameca.
… No era Amecameca. Al salir del pueblo empezamos a subir por una carretera muy sinuosa. Había algo de tráfico y el chofer nos demostró su pericia rebasando vehículos a diestra y siniestra. No importaba si era en curva o si se acercaba algún vehículo por el carril contrario, no señor. Hay qué reconocer que otros automóviles hacían lo mismo. La libraban por milímetros. Me empecé a poner nervioso, pero debo admitir que (por esta vez al menos) no hubo accidente qué lamentar.
Cuando parecía que ahora sí ya íbamos a llegar a Amecameca, los tramos de carretera en construcción ocasionaron que por cientos de metros el tráfico circulara a vuelta de rueda. No faltaba más: nos salimos de la carretera por el carril contrario y en contra ruta rebasamos a todos los vehículos, para finalmente, en una cerrada electrizante, incorporarnos nuevamente a la carretera al concluir el tramo en reparación. Pensé que ahora sí chocábamos.
El Popocateptl y el Iztacihuatl ya habían surgido increíblemente majestuosos y se recortaban contra un despejado cielo azul. A la una de la tarde, y después de dos horas y cuarto de trayecto, Amecameca apareció por fin, recibiéndonos con su encanto de típico pueblo mexicano, y muchos cohetes, claro.
Pregunté por algún transporte público para trasladarme al convento de los dominicos. Las combis estaban adaptadas para transportar a nueve pasajeros en la parte de atrás. Como sardinas, literalmente. Señoras con niños, bolsas de mandado, viejitos y yo con mi maleta, encorvado para caber. Con mi problema de la espalda, no sé cómo le voy a hacer para poder bajarme, pensé. (Quién me lo manda por codo y no tomar taxi). Al menos la mayoría de los pasajeros se bajó antes que yo y logré hacer la maniobra para descender de la combi. En el mismo lugar se bajó una señora con un niño. Trabajaba en el convento y nos fuimos platicando (o le fui haciendo preguntas) durante el camino de subida, que jalando mi maleta se me hizo larguísimo (como confirmé después que era, efectivamente).
En este privilegiado lugar se encuentra el convento dominico de San Luis Beltrán junto con la casa de retiros Agua Viva, que ellos administran y que me parece tiene espacio para alojar a más de doscientas personas. La arquitectura de las instalaciones es de un estilo algo así como rústico mexicano, mezclado con elementos modernos, en el mobiliario y la decoración. Todo sencillo y sin lujos, pero funcional y agradable. Pude comprobar también que la comida es bastante aceptable, los precios muy razonables, y del paisaje… qué puedo decir. Tomé algunas fotos con mi BlackBerry, que por lo menos dan una idea.
Anteriormente he estado en Agua Viva unas cinco ocasiones, aunque es la primera en plan individual. La primera hace más de treinta años y la última hace algo más de quince. Me trae recuerdos muy intensos y variados de diferentes etapas de mi vida. ¿Qué tendrá preparado Dios para mí ahora en este lugar tan especial?
Mi habitación es sencilla, pero confortable, además de contar con su baño con agua caliente. Lo mejor de todo, sin embargo, es la vista: desde mi ventana puedo ver el Popocateptl, más allá de los pinos y cerros (desde ahí tomé la foto que aparece arriba). Me quedo admirándolo un buen rato.
Acomodé mi equipaje y abrí mi Biblia al azahar; me apareció el Libro de Esther, con el relato de la amenaza de exterminio al pueblo de Israel. En el contexto de este libro, lo que entendí que Dios me decía es que El me libra de las pruebas y amenazas si las enfrento con valentía y con fe. Todo es para que se manifieste su gloria. Mmm, “si tú lo dices Señor, que tu gracia me ayude”.
Cuando bajé a comer me enteré por una cocinera que, salvo los novicios y religiosos dominicos que viven ahí, yo era el único huésped. Vaya. Vine a este lugar a buscar a Dios en un retiro personal de silencio y oración y parece que Dios me lo tomó muy en serio.
Al regresar a mi habitación abro mi Biblia de la misma manera y me encuentro nada menos que con el Libro de Job, en el pasaje donde acontece la tragedia de su familia, y sus tres amigos acuden a exhortarlo. Durante las últimas pruebas que he atravesado he tenido muy presente este libro, aunque sin atreverme a comparar mi situación con la de este noble e intachable personaje. Sin embargo, meditando este libro durante este día y el siguiente, y guardando proporciones, claro, confirmo ahora que Dios ha permitido todas mis pruebas como parte de su plan para mi santificación y la multiplicación de sus bendiciones en mí y mi familia.
Salgo por la tarde a mi primer paseo por el bosque. La experiencia tiene el efecto de un bálsamo de paz para el espíritu. El tupido bosque de pinos con sus sinuosas veredas que suben y bajan, los claros de pasto que aparecen como remansos, el cielo, las montañas, y sobre todo, los volcanes, con su imponente belleza. Comprendo porqué Dios se manifiesta en la montaña al hombre religioso: Dios está, te habla y se revela en la montaña. Te invita a elevarte, como las águilas, a encontrarlo en las alturas. Después de la adolescencia, qué trillados me parecieron estos simbolismos, pero ahora, estando aquí (de a de veras, y no a través de la descripción de un libro), la experiencia me sobrecoge, Dios me habla y se manifiesta en su obra portentosa. Sonrío al recordar lo que juzgué “gastados clichés” en mi juventud. Bueno, también es que me estoy haciendo viejo, supongo.
En un contraste de lecturas, Dios me invita por un lado (y para llover sobre mojado) a preparar mi alma para la prueba si quiero acercarme a El (Eclesiástico 2). Por el otro, me dice que en todo momento y circunstancia debo de darle gracias y alabarlo (Salmo 136). Todo esto ya lo sé, pero no sé cómo ahora estos mensajes suenan diferente, adquieren nueva vida… y me la comunican (aunque no me lo crean).
Por la noche me recojo temprano, medito y hago oración en mi habitación. La temperatura desciende como a 4 grados durante la noche, así que para mí, que vengo de tierras tropicales, no está el tiempo para salir a ver las estrellas. De día, sin embargo, es otra cosa. Los dos días que estuve en Amecameca la temperatura estuvo perfecta: entre 22 y 24 grados. Debo reconocer que Dios dispuso dos días esplendorosos para este encuentro que tuve con El, dentro y fuera de mí.
La oración de la mañana en la capilla con los dominicos es una delicia; bueno, no es la palabra más adecuada, pero cómo se saborea mi espíritu de estos momentos, con la cadencia de sus rezos cantados. Normalmente yo era la única persona en los oficios, además de ellos. Ya suspiraba por volver a participar de la liturgia de las horas con los religiosos de este lugar. La capilla tiene además un encanto especial. Sobre todo, me agrada ese enorme ventanal que tiene en lugar de la pared de atrás del altar. A este lugar volvía estos dos días una y otra vez, después de cualquier cosa que anduviera haciendo.
Al terminar el desayuno me fui caminando al pueblo. Me fui despacio, contemplando con avidez todo a mi alrededor: las casas, las calles, los trabajadores de las milpas, las carretas moviéndose lentamente, la gente que pasa, caminando, en bicicleta; nos saludamos cortésmente. Y en el horizonte, señoreando sobre todo con su majestuosa presencia, los volcanes. Qué maravilla. Recuerdo las pinturas de José María Velasco y la impresión que me causaba el retrato de esos hermosos paisajes de la campiña mexicana. Ahora no estoy disfrutando de una de esas obras de arte, estoy inmerso en la realidad que retrataban, y qué intensa y embriagante es la experiencia. Sigo caminando, experimentando la presencia de Dios en la naturaleza de una manera como tal vez nunca la había sentido. Creo que nunca voy a olvidar este momento.
Después de unos cuarenta minutos de caminar entro a Amecameca. La calle desemboca en el mercado, por un costado de la Parroquia, la cual tiene al frente la plaza del pueblo (bueno, vi después en la placa de un edificio que ahora es ciudad Amecameca de Juárez). Según una placa en su entrada, el templo data del siglo XVI (That’s pretty old for America, dude). Por el costado opuesto al mercado tiene un claustro de dos pisos, todo con arcos alrededor, en torno a un patio cuadrado. En un andamio alguien restaura la pintura que decora las paredes; le hago algunas preguntas, pero como que no desea conversación y entro al templo.
No me acaban de convencer algunas remodelaciones, el color de la pintura y las decoraciones, pero la Parroquia de la Asunción es hermosa. Por el costado izquierdo está la capilla con el Santísimo expuesto, con un bello retablo churrigueresco en hoja de oro atrás del Sagrario. Un buen número de fieles se encuentra devotamente en oración. Me quedo ahí por un buen tiempo, en la Casa de Dios, reflexionando, escuchando y disfrutando simplemente de su compañía.
Al salir de la iglesia me topo con la algarabía del pueblo: el mercado, la plaza, el bullicio de la gente; como música de fondo resuena la voz de Cristian cantando “Azul”. Cruzo la plaza, me volteo y ahí están de nuevo, detrás de la iglesia, más allá de los cerros: mis amigos, los magníficos volcanes, contemplando soberanamente todo nuestro ajetreo. Dice el salmista ”alégrese el cielo y exulte la tierra”… lo entiendo muy bien. Durante un rato camino por las calles del pueblo. Me doy cuenta que se ha hecho tarde para la misa en el convento y debo regresar, a mi pesar, nuevamente en combi (aunque al menos esta vez sin equipaje). En Agua Viva desciende también uno de los sacerdotes dominicos. Aprovecho la larga subida para hacer conversación y pedirle que me confiese. Quedamos de vernos a las 6:30 pm.
Un poco tarde, pero alcancé la misa, que los jueves es a la 1 de la tarde. Después de comer y mi habitual contemplación – conversación con el Popo a través de mi ventana, me voy a mi paseo vespertino por el bosque. Me aventuro por nuevos lugares, descubro nuevas veredas, nuevos paisajes. Como ando solo, no me siento muy temerario; ¿y si me caigo en una de esas subidas y me rompo un hueso, o algo así? Nadie se daría cuenta. Mmm, además, recuerdo la vez que me perdí por dos horas en el bosque, cuando estuvimos en el Gran Cañón. Ja, cómo nos reímos todos, bueno, se rió de mí toda la familia (después de estar preocupados buscándome, claro). Me gustaría estar con mi familia recorriendo estos bosques, compartiendo estas aventuras… retirándonos juntos para buscar a Dios. Algún día lo haremos, me digo.
El Padre José Luis es español. Un hombre maduro, pero vigoroso y agradable, que me inspira confianza, así que me explayo en mi confesión. Además del perdón sacramental, sus palabras me traen paz y consuelo. Me encomienda que por encima de todo tenga fe y confianza en Dios. Un mensaje sencillo en cierta forma, pero siento que es Dios quien me lo está diciendo. Estas palabras se han quedado resonando en mi alma; no puedo eludir su voz. "Señor, aunque sea torpemente en ocasiones, trataré de seguirte y de obedecerte en lo que me pidas".
En mi reflexión de la noche, las bienaventuranzas, de Mateo 5, me dicen que en las situaciones de adversidad ante los ojos humanos, Dios me conforta y me bendice. ¿Cómo es que la gracia de Dios hace que todas estas palabras adquieran y me transmitan ahora nueva vida? Creo que es el Señor mismo quien me ha traído aquí para, en su misericordia, mostrarme una vez más su amor y su camino para mí.
Saludo contento la mañana del viernes, que llega con su agradable rutina. Desayuno, oraciones, caminata por el bosque. Hoy, sin embargo, paso más tiempo en la capilla, como si algo me hubiera clavado ahí. Son muchas emociones, muchas palabras, inquietudes y anhelos renovados de servir a Cristo como su discípulo. “Señor -le digo- si así y todo me quieres, luego no te hagas el sorprendido. Sólo te pido una cosa más: renueva en mí la efusión de tu espíritu, hazme sentir tu presencia una vez más, dame los dones que necesito para servirte”. En ese momento experimenté los ríos de agua viva recorriendo mi cuerpo; veía a Cristo imponiéndome las manos y a María tomando amorosamente mis manos y mirándome a los ojos. No suelo tener visiones y más bien tiendo a enfocar las cosas racionalmente, pero agradezco con humildad este regalo con el que Dios me confirma todo lo que he vivido estos dos días. Me invade una sensación de bienestar. ¿Y ahora?, me pregunto. “Señor, ¿todo esto es una señal de que ahora sí ya vas a liberarme y se van a resolver nuestros problemas?” Y vienen a mi mente las palabras de Hechos 1, 7-8: “a vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento… sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos”…
Me retiro de la capilla reflexionando en la densa experiencia de estos dos días que están por concluir: Necesitas ayuda para llegar a tu meta (y tiene sus peligros el camino). Dios me exhorta a que no tenga miedo y que sea valiente; a que tenga fe y confianza en que El está permitiendo la aparente adversidad y me ha estado forjando en las pruebas para mi santificación y la multiplicación de sus bendiciones en mi familia. ¿Y en cuanto a todo lo demás? No me toca saberlo ahora, sólo que El renueva en mí el poder de su Espíritu para que, con la intercesión de la Virgen de Guadalupe, sea su testigo en la misión que ahora tiene para mí y mi familia. En resumen, lo que Dios quiere es que yo sea santo. Pienso que como Abraham, a pesar de mi edad, Dios me está llamando a emprender una nueva aventura.
Llega por fin la hora del regreso. Ahora sí me pongo listo y tomo un taxi que me lleve a la estación de los autobuses en Amecameca. El día había amanecido algo nublado y por la mañana apenas se veía el Popo desde mi ventana. Al tratar de observarlo desde el autobús a la salida del pueblo, ya no se ve nada, no sé si es la bruma, la niebla o el smog. De repente, algo en mi interior me hace reflexionar y que cambie mi semblante. No importa si en algunas ocasiones no lo puedo ver… yo sé que está ahí.
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