Lagrimas del Cielo
Caminaba con la mirada puesta sobre mis pies enlodados mientras me dirigí al precipicio. Llovía en mis ojos como lo hacía en el cielo. Me detuve por un momento y levanté la mirada. A través de la lluvia logré distinguir a un niño sentado en el lodo, su cara descansaba en sus rodillas y sus delgados brazos sobre sus piernas. Continué caminando hacia la orilla y pasé a su lado. Cuando estaba a punto de tomar ese último paso de mi vida, levantó sus brazos rápidamente y con sus pequeñas manos, blancas y frías, tomó mi mano mi mano entre la suya, llevándola a su pecho. “Por favor…” me dijo “Por favor… No lo hagas.”
Bajé mi cabeza y lo miré, extrañado. La lluvia esparcía la sangre en el rostro del pequeño. Noté algo que me sorprendió; el niño estaba llorando sangre. Me arrodillé junto a él, pues algo del pequeño me parecía familiar. Era como si estuviéramos conectados de alguna manera.
Una brisa helada penetró en mi piel cuando el pequeño me miraba. Sus ojos azules se agrandaron brillando como bellos cristales mientras un mar de tristeza inundaba su rostro enternecido. El silencio reinaba sobre nosotros en aquellos momentos. Ahora más que nunca sentí un profundo misterio en cuanto al niño, una sospecha que crecía más y más, aun cuando yo entendía la tristeza en los ojos del pequeño. Entonces él me abrazó. Se aferraba a algo. No sólo a mí, sino a mi vida. Se aferraba a ella pues no quería que mi vida terminara, no así. Sus lágrimas se deslizaron sobre mi camisa, pero curiosamente no se manchaba con la sangre de sus lágrimas. Fue entonces que descubrí algo más; su diminuto cuerpo estaba cubierto de heridas.
Un terrible pensamiento vino a mi mente. ¿Cómo pude hacer algo tan horrible? En aquel momento todo estaba claro. ¿Por qué me tomaría su vida llena de oportunidades? ¿Por qué le quitaría la alegría de ver el sol un día más, cada mañana? ¿Por qué limitaría una vida, que al final no me pertenece?
En ese instante comprendí su dolor. Ese niño era yo. Yo el que lloraba. Me llamaba desde lo más profundo de mi ser. Compartíamos la misma tristeza. Todo su ser estaba comprendido por mi melancolía. Él era yo y yo él, éramos uno solo.
Él sabía lo que yo pensaba y sentía. Él sabía que yo había entendido, lo sabía todo. Entonces levantó su mirada una vez más y ahora era alegría la que resplandecía en su rostro, a través de una sonrisa. Me abrazó más fuerte que nunca, despidiéndose de mí, y lentamente se desvaneció de mis brazos. Cuando el pequeño desapareció por completo aprendí lo que es vivir. Fue así que terminé aferrándome a la vida cuando las lágrimas del cielo cesaron de llorar.